Según Marx y Engels, el cretinismo electoral es la fe de los oportunistas en que el sistema parlamentario de gobierno es omnipotente y la parlamentaria la única y principal forma de lucha política en todas las circunstancias [1]. Hoy, esta práctica se mantiene con vida en el Estado español, y al igual que antaño, se ve reflejada con especial claridad en nuestra socialdemocracia. Ni mucho menos se trata de un fenómeno de carácter nacional, pero es nuestra realidad concreta la que facilita su percepción y crítica. Tampoco es una actividad gobernada en exclusividad por la socialdemocracia, sin embargo, en sus manos constituye un arma que apunta directamente a la cabeza del proletariado. Es más, las raíces del cretinismo electoral también se extienden en el seno del movimiento comunista, lo cual hace aún más urgente elaborar una respuesta que nos permita seguir construyendo la independencia política de nuestra clase.
Un giro de 360 grados
Ha pasado más de una década desde que cientos de miles de «indignados» salieron a la calle a protestar contra la reforma laboral aprobada por el entonces presidente José Luis R. Zapatero. Un movimiento popular, difuso, sin una dirección clara, hizo saltar las alarmas del conjunto de la «izquierda» española. El Partido Comunista de España (PCE) y su herramienta política, Izquierda Unida (IU), sumidos desde hace mucho tiempo en la política institucional, y alejados desde hace unos cuantos años más de la senda revolucionaria, se vieron sobrepasados. Igual ocurrió con los sindicatos mayoritarios. Las juventudes del PCE (UJCE), si bien también abrazaron la doctrina del reformismo, el medio pie que aún mantenían fuera de la institución les permitió tener un rol más o menos activo, aunque deficiente cuantitativa y cualitativamente. El papel de los destacamentos comunistas, por su parte, más allá del concienzudo trabajo en algún que otro espacio de masas, resultó irrelevante. Lo cierto es que el 15M fue un estallido espontáneo por el que sobrevoló el cuestionamiento de muchas figuras políticas del capital, pero que sin un Partido Comunista con línea revolucionaria, volvió a subsumirse a la lógica del reformismo. En un momento en el que el Régimen parecía haber agotado cualquier alternativa para la canalización, en clave reformista, del descontento generalizado, la vía electoral fue puesta en entredicho. O al menos desde un sector relativamente consciente del proletariado.
La respuesta del capital no tardó en llegar. Un grupo conformado por la intelectualidad pequeñoburguesa universitaria, a quienes la «política tradicional» —la burocracia endémica del PSOE e IU/PCE— había cortado las alas, supo aprovechar el momento mejor que nadie. Ante la debilidad organizativa del comunismo, el camino se encontraba despejado para que el oportunismo floreciese allá por donde quisiera. Y así lo hizo, en unos pocos meses Podemos se convirtió en la fuerza política más influyente a la izquierda del PSOE desde la Transición. El resto de la historia ya la conocemos: quienes pretendían «asaltar los cielos» segaron cualquier brote de conciencia desarrollada frente a la institución burguesa y su funcionamiento; apuntalaron los cimientos del capital y del Estado y tras agitar el gallinero lo devolvieron envuelto con un lazo rojo y otro rosa. Ahora, ante un movimiento de masas catatónico, el hijo bastardo de Podemos, Sumar, recoge su legado y abre de nuevo la puerta al arribismo de la socialdemocracia profesional más allá de las fronteras del PSOE.
Vacío sanitario
A pocos días de las elecciones del 23J la socialdemocracia en su conjunto, la alternativa y la profesional, se han aventurado en una competición por ver cuál de las dos es más útil al régimen imperialista español. Uno de los baremos que han elegido para juzgar su servilismo es el voto; el voto como símbolo y ejercicio de fe de un proceso electoral donde el proletariado debe elegir entre el falso dilema de lo malo y lo peor. Parece que solo queda resignarse e intentar responder a la pregunta que nos imponen: ¿quién será el peor representante de la voluntad del pueblo? En caso de conocer la respuesta, has de hacerte la misma pregunta y continuar descartando hasta llegar a alguno que más o menos te encaje. Si aún así ninguno te gusta, pues vota a PACMA, o en su defecto, a algún que otro Partido Comunista —en mayúsculas— que pueda ver realizado —de una vez por todas— su altavoz en las urnas. Pero ante todo, no seas tonto y no llegues a esta situación, lo primero: el voto útil.
Bromas aparte y centrándonos en el discurso de la socialdemocracia, al igual que hizo Podemos y antes de ellos otros tantos, su objetivo ha sido la legitimación del Parlamento como ente soberano. Es ante este ataque a la conciencia del proletariado que los comunistas debemos plantear la verdadera pregunta sobre esa melódica soberanía: ¿pará qué clase?
Los reformistas presentan en cada comicio un «nuevo» programa repleto de medidas con el que pretenden cautivar al proletariado; prometen acabar con el desempleo, los desahucios, la represión, etc. Entre bastidores, sin embargo, ocultan que aquellos fenómenos que atraviesan la vida del proletariado son representaciones lógicas de una sociedad construida sobre el derecho a la propiedad privada. Consecuentemente, olvidan que es el ser social el que determina su conciencia y no al revés, y que por lo tanto, tan solo acabando con la estructura económica que constituye la producción social se podrá poner fin a la actividad política —y jurídica— burguesa.
En los últimos años hemos podido comprobar cómo la entrada al Gobierno de la socialdemocracia radical no ha supuesto ningún avance para el proletariado. No podía ser de otra manera. Independientemente de la voluntad del reformismo, el Parlamento, así como cualquier institución emanada de la dictadura del capital, no representa la voluntad emancipadora de nuestra clase.
La ideología burguesa impregna nuestra rutina. La representación parlamentaria formaliza la ilusión por la cual el patrón gobierna para sus esclavos. Combatir la ideología dominante implica construir y contraponer nuestra independencia ideológica: la ideología del proletariado en tanto que sujeto político en el devenir del nuevo mundo.
Sin un Partido con línea revolucionaria, ser cómplice de la farsa electoral, bien desde el sumidero de la reforma o bien desde la táctica propagandística, supone un refuerzo para la doctrina burguesa. La opacidad política ha convertido «La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo», así como otras obras, en fábulas bajo las que esconder el fetiche de la espontaneidad. Aún cuando el comunismo sigue causando pavor entre la clase capitalista, nos encontramos en una situación de debilidad que requiere focalizar los esfuerzos en nuestras tareas más inmediatas [2]. Solo así podremos asentar una base lo suficientemente sólida que nos permita avanzar hacia la posición histórica de nuestra clase. Por esta razón, el apoyo consciente o inconsciente al ejercicio parlamentario aviva el cretinismo electoral.
Queda claro que ningún partido burgués representa los intereses del proletariado. Tampoco sus herramientas suponen, a día de hoy, un soporte para nuestros intereses. Tan solo la organización al margen de sus urnas, bajo las filas del socialismo científico, podrá elevar al proletariado a una posición donde desarrollar nuestro potencial emancipador.
Por Bruno Daimiel