¿Qué aprenden las masas con el reformismo?

2021-11-22T15:50:07+01:0022 de noviembre, 2021|Opinión|

La lucha de clases es el motor que impulsa la historia, la contradicción dinámica que anima los cambios en las sociedades clasistas. Los intereses de las clases sociales son contradictorios en general y los de ciertas clases en ciertos momentos determinados son antagónicos, en particular. Así lo plantearon Marx y Engels en el Manifiesto Comunista y la historia real lo demuestra a cada momento. Esta lucha de clases, que no es siempre igual de violenta ni explícita, es, sin embargo, constante; no hay momento en que los intereses de los diferentes grupos sociales no se opongan. El marxismo revolucionario, el marxismo leninismo, reconoce esta verdad y la comprueba al observar las condiciones de vida de la clase obrera, que van progresivamente siendo más pobres, más precarias, más sufridas. También se comprueba en el continuo intento (muchas veces fructuoso) de la burguesía de bajar los salarios, abaratar el coste de la fuerza de trabajo, reducir «gastos de producción», etc. O en el recurrente recorte en los derechos laborales, sociales y políticos del proletariado y de las clases populares en general, la creciente represión en momentos de tensión social (también en la preparación jurídica previa a estos momentos, cuando aún reina en cierto grado la «paz social»), etcétera. Y desde luego en la persistente ofensiva ideológica desplegada por todos los medios de comunicación contra los movimientos populares y antiimperialistas en general, y comunistas en particular. No hay año, mes ni semana en que no se produzca o se difunda alguna calumnia contra la URSS, Stalin, «los regímenes dictatoriales» de América Latina, la «violencia» de los radicales en tal o cual movilización, huelga o explosión social.

Sin embargo el reformismo se empeña con gran ahínco en negar, ocultar o justificar esta lucha de clases. Trata de vestirla de diferencias políticas puramente parlamentarias, de reducirlas a su forma ideológica y/o moral, etcétera. Hay reformistas que se denominan marxistas, que de palabra asumen la lucha de clases y el socialismo, hasta se ponen la etiqueta de «Marxista-Leninistas» (véase el PCE en su último congreso). Sin embargo, en los hechos, abdican de tal lucha y aceptan la realidad tal cual es en esencia clamando por cambios en su forma.

La postura revolucionaria que acepta consecuentemente la lucha de clases entiende que tal lucha solo puede resolverse por la revolución, por el derrocamiento de la clase actualmente dominante y de su Estado, siendo sustituidos por la clase dominada que establece su dominio, su nuevo poder, su dictadura, sobre la vieja clase dominante (la dictadura del proletariado es a su vez la más extensa democracia, la más extensa participación del pueblo). Así de claro hablaba Marx a Weydemayer en su famosa carta. El socialismo no puede ser otra cosa que una tal revolución y una tal dictadura. Y no puede ser otra cosa, no porque tal o cual personalidad lo haya dicho, sino porque la historia lo ha probado una y otra vez. El proletariado ha triunfado allí donde ha impuesto su voluntad colectiva sobre sus dominadores. Ahora que se cumplen 150 años de la Comuna de París, recordamos que aquella gran experiencia, que por primera vez en la historia colocó a la clase obrera al mando de su destino, evaporó toda ilusión y toda esperanza en la posibilidad de una superación del capitalismo por vía pacífica. Fue tremendamente aleccionadora, eso sí, solo para aquellos que quisieron aprender. Los que no tuvieron esa intención se quedaron con la derrota y concluyeron que ese es el desenlace de cualquier revolución. Así hizo Bernstein, así hicieron Kautsky y Plejánov cuando el partido bolchevique aceptó su obligación al organizar la revolución de Octubre del 17.

Por si la historia no hubiese sido tozuda lo suficiente mostrando esta verdad, continuó haciéndolo el año 1939 en España (y en el 78…), el 1973 en Chile y en otras tantas dolorosas fechas. Sin embargo el más ciego no es quien carece de la capacidad de ver, sino el que se niega a ver o prefiere mirar hacia otro lado cuando ha visto.

El segundo tipo de ceguera es la que padece el reformismo. El reformismo se caracteriza por asumir de partida la imposibilidad (y en la mayoría de casos la indeseabilidad) del derrocamiento de la clase dominante. Asume que el Estado burgués es de todo punto inexpugnable e invencible. Considera que el modo de producción capitalista, si bien injusto, es insuperable. Entiende que es altamente flexible, resistente y dinámico y que, por tanto, todo intento de superarlo es en vano. Derrotado antes de luchar, se propone reformar los aspectos negativos del sistema burgués (la inviabilidad de esta idea es claramente explicada por Marx en su Miseria de la Filosofía), parchear las fugas, vendar las heridas y mellar el filo del Estado capitalista. Se presenta a sí mismo como el salvador de los pobres y desvalidos, el bálsamo reparador y cuando la cosa está muy fea, el mal menor. El reformismo, que está encantado de haberse conocido, afirma ser «lo posible, lo realizable, lo realista»; dice de sí mismo que es la «única alternativa posible» al orden existente. Por eso mismo es el sector de la dictadura burguesa más progresivo, sea liberal o socialdemócrata, que equilibra la dominación de clase, haciendo de contrapeso a los elementos más reaccionarios del capital. Impulsa la extensión del capital cuando el viento está en popa y lo blinda cuando está en crisis.

Pero el punto clave, la cuestión principal del reformismo es en lo tocante al movimiento obrero, a las masas. Debido a la naturaleza de la clase obrera como clase en aumento (que tiene una afluencia, a veces por goteo y a veces en torrente, de clases y capas intermedias que se arruinan o pierden su estatus elevado en momentos de crisis) sufre la intromisión de ideas no proletarias, no socialistas. Y estas ideas, si no se las enfrenta y anula a cada paso que dan, acaban imponiéndose como dominantes en el seno de la clase obrera misma, dificultando la conciencia y organización revolucionarias. Son ideas que tienden a conciliar los intereses entre las clases, a negar la necesidad de la independencia de clase y del socialismo.

Si bien no siempre el reformismo es tan diáfano en la exposición de sus ideas, los resultados de las mismas tienden a la subordinación del movimiento obrero a la oligarquía financiera y a su orden social, político e ideológico establecido. Cuando el reformismo invade la conciencia obrera, la clase obrera se convierte en masa en un apéndice de la pequeña burguesía o del sector «progre» del imperialismo. Se convierte en un sujeto pasivo que espera que sus dificultades sean resueltas desde fuera de sí mismo; en vez de organizarse de manera independiente, lo hace en organizaciones eclécticas multiclasistas; se resigna a suscribir a tal o cual partido burgués, a tal o cual corriente ideológica no obrera, a tal o cual reforma. En definitiva, domestica a la clase obrera según el molde y los deseos de las clases dominantes, la desune, la desarma, la desorganiza y la descabeza. De tal modo que cuando la clase obrera sufre la explotación capitalista, la represión estatal o la ofensiva del capital en su forma más reaccionaria, se halla absolutamente aplastada, desesperanzada e inerme. Sin embargo la lucha de clases no se suaviza por esta hegemonía del reformismo, sino que se recrudece y perjudica en una magnitud tremebunda al proletariado, precisamente porque la oligarquía financiera tiene las manos libres para hacer y deshacer así y allí donde la ley de la máxima ganancia le ordene.

Es tarea de los y las comunistas luchar por reparar y desinfectar la conciencia del proletariado de la enfermedad del reformismo y devolver la vitalidad al cuerpo en coma de la clase obrera, de la que está llamada a ser la última clase de la historia de la humanidad, de la clase que deberá construir un mundo sin clases, sin explotación de ningún tipo, más humano y más armónico con la naturaleza.

La enfermedad del reformismo se ha extendido por toda la clase en diferentes grados, y allí donde haya un/a comunista habrá de confrontar con esta infecciosa enfermedad apoyándose en las masas, movilizándolas, organizándolas y sembrando las ideas revolucionarias del marxismo-leninismo, único tratamiento eficaz para esta plaga.

De nuevo, la historia demostrará que pese a los retrocesos, las derrotas y las debilidades, el comunismo se abrirá paso y germinará entre las dificultades.

«Luchar, fracasar, volver a luchar, fracasar de nuevo, volver otra vez a la lucha, y así hasta la victoria: ésta es la lógica del pueblo, y él tampoco marchará jamás en contra de ella»
– Mao Tse-Tung

«La aparición del socialismo representa una necesidad histórica que emana del propio desarrollo objetivo de la sociedad. Esto es algo inevitable. Las contrarrevoluciones que se han producido, los obstáculos que salen al paso pueden prolongar por cierto tiempo la vida al caduco sistema explotador, pero son impotentes para contener el avance de la sociedad humana hacia su porvenir socialista»
– Enver Hoxha

J. Barro

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