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«Caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: he ahí la dictadura del proletariado»
– F. Engels
El 18 de marzo de 1871, después de más de medio siglo de esfuerzo, el proletariado parisino logra proclamar e instaurar un proyecto político revolucionario en la ciudad de París, proyecto que llevará el inmortal nombre de Commune. El gobierno proletario durará dos meses antes de ser aplastado y reprimido por las fuerzas reaccionarias de ocupación llegadas de Versalles. En este texto nos proponemos analizar en profundidad este brevísimo periodo de tiempo que se insertó en la memoria del proletariado mundial y escribió su nombre en la historia de nuestra clase.
Hablaremos de las necesarias e insuficientes medidas económicas y políticas que la Comuna llevó a cabo (entre las que se encuentran, por ejemplo, la suspensión de los alquileres o la colectivización de talleres abandonados, volveremos sobre esto), de la estrategia de defensa de barricadas, de la disolución del ejército regular y su sustitución de este por el proletariado en armas, del urbanismo imperial de París (los proyectos de Haussmann), de la situación de la clase obrera, de la cuestión ideológica (marxismo, blanquismo, proudhonismo, romanticismo), del papel de las mujeres proletarias en la revolución, de la cuestión del nacionalismo, de la organización del Estado. Porque aunque la Comuna se concentró en París (su influencia se extendió también a Lyon, Marsella o Toulouse entre otras), esta adquirió un carácter universal: estamos hablando del primer Estado proletario de la historia, el primer momento en el que el proletariado tomó las riendas de una ciudad y de su destino, el primer intento serio de organización comunista de emancipar el trabajo del yugo del capital. «Por grandes que hayan sido los sacrificios de la Comuna – escribe Lenin –, la importancia de ésta para la lucha general del proletariado lo ha compensado: la Comuna animó el movimiento socialista en toda Europa, mostró la fuerza de la guerra civil, disipó las ilusiones patrióticas y acabó con la fe ingenua en los esfuerzos de la burguesía por lograr objetivos nacionales comunes. La Comuna enseñó al proletariado europeo a plantear en forma concreta las tareas de la revolución socialista».
La Comuna de París no termina en 1871. Las fuerzas versallesas de Thiers pudieron arrasar, aniquilar, reprimir y asesinar communards hasta límites terribles y nunca antes vistos en la historia moderna, pero las enseñanzas de la Comuna permanecen en el tiempo. La fuerza y determinación de la clase obrera parisina, el recuerdo de los y las cincuenta mil federadas asesinadas, permanece. Todo eso acompañaba las fuerzas revolucionarias bolcheviques, como un espectro imborrable del pasado, cuando llevaron a cabo el acontecimiento más grande de la historia de nuestra clase: la Revolución de Octubre. Se dice que el cuerpo de Lenin, antes de ser embalsamado y exhibido como una mercancía ante miles de turistas, fue enterrado en una sencilla tumba y que en el ataúd le acompañaba un jirón de una bandera roja perteneciente a los tiempos de la Commune. Walter Benjamin llamaba «citación a la orden del día» a los momentos en los que las revoluciones irrumpían en el continuo histórico y recordaban otras revoluciones pasadas y fracasadas, las devolvían a la vida, las hacían de nuevo presentes. En el jirón de bandera roja que acompañó el cadáver de aquel hombrecillo con nombre de río latía el recuerdo de la Comuna, el recuerdo de todas y todos los caídos. En un precioso texto, Blanqui afirmará que dejar caer la bandera roja, roja por la sangre de las y los mártires del proletariado, es un ultraje: «un ultraje para el pueblo, una profanación de sus muertos». Reclamar esta herencia inmortal, el eco de nuestras muertas, tejer ese hilo rojo de la historia, estudiar y analizar un proceso revolucionario en una capital europea haciéndolo nuestro, y llevar siempre alta la bandera roja de nuestra clase. Sólo la revolución comunista podrá redimir a nuestras y nuestros muertos, infinitas veces profanados, podrá realizar el anhelo del proletariado de alcanzar una sociedad sin clases, de mandar la opresión al vertedero de la historia. Lissagaray cuenta conmovido la historia de dos communards que cayeron bajo las balas versallesas cuando salieron del resguardo de la barricada sólo para levantar una bandera roja que había sido derribada en una descarga anterior. «Los mártires de la Comuna – afirmaría Marx – tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera». Que su historia no se borre.
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