Las necesidades de la lucha revolucionaria como punto de partida
Cuando nos organizamos, lo hacemos para conseguir unos objetivos concretos. Dichos objetivos se intentan alcanzar en un marco impuesto: las clases organizadas en lucha hacen Historia, sí, pero lo hacen en unas circunstancias que les son dadas. Tanto los objetivos en sí (si es que tiene sentido hablar de tal cosa) como el contexto en el que intentamos llevarlos a cabo tienen un papel fundamental a la hora de determinar la forma organizativa apropiada para la tarea.
El movimiento popular es muy amplio, y evidentemente no todas sus luchas se plantean en el mismo marco. Las luchas revolucionarias aspiran a superar la sociedad de clases, lo cual las enfrenta directamente al Estado capitalista, mientras que los movimientos reformistas aspiran a lograr unos objetivos asumibles por dicho Estado, lo cual las hace reconciliables con el mismo. Los principales obstáculos que se enfrentarán estos dos horizontes políticos son muy distintos: los revolucionarios que superen la irrelevancia política se enfrentan a la aniquilación; los reformistas, por otro lado, son más susceptibles a la asimilación. De la misma forma, el marco en el centro imperialista será muy diferente que en una semicolonia, las especificidades urbanas no son las mismas que las rurales, etc.
Los métodos de organización de nuestra clase sólo responden ante sus necesidades. No existen consideraciones que estén fuera de la propia lucha y sus condiciones, ni unos presupuestos ideológicos fijos, ni unos principios previos al proceso histórico de organización consciente de la clase revolucionaria. Debido a esto, conceptos como la horizontalidad, la jerarquización, la libertad o la disciplina (y la priorización que establezcamos entre este tipo de conceptos) no son aceptados ni rechazados a priori. Es la práctica histórica la que determina si son lastres o necesidades, si necesitamos emplearlos o distanciarnos de ellos. No existe una exterioridad que se imponga a la autoconciencia de la clase. Intentar salirse por esa tangente en esta cuestión sólo conduce a refugiarse en una práctica escindida de la teoría, o viceversa.
Como ejemplo –externo al movimiento comunista– de lo que estamos criticando, es frecuente encontrarse posturas libertarias que abogan por una organización lo más horizontal posible, como es el caso de aquellas feministas a las que critica duramente Jo Freeman en “La tiranía de la falta de estructuras” por plantear la negatividad absoluta de cualquier estructura reconocida. Dichas posturas, si pusieran la praxis revolucionaria como punto de partida, no se escudarían en nociones abstractas, morales, o pretendidamente universales como la libertad y la igualdad (remanentes del idealismo ilustrado burgués más que otra cosa), sino que se justificarían desde las necesidades teórico-prácticas de dicha organización. Evidentemente, esto rara vez ocurre, en tanto que su supuesta espontaneidad no es otra cosa que la ideología burguesa por la que son asimiladas.
Nos disponemos a exponer el CD precisamente desde este marco, el de la práctica revolucionaria que se estudia a sí misma. Veremos que los dos polos de esta unión entre centralismo y democracia, tan manifiestamente contradictoria, son momentos esenciales para conciliar una teoría y una práctica. Para esto necesitamos, además, esbozar las necesidades y limitaciones de una organización a la altura de la revolución socialista en un contexto determinado.
La democracia y su necesidad de centralización
La organización revolucionaria necesita estructuras democráticas por muchos motivos. La autoconciencia de clase no puede alcanzarse si el sujeto no se reconcilia con el objeto: el proletariado debe ser la fuerza viva que, entendiendo su papel en la historia, tome las riendas de su lucha en sus propios términos. Esto es imposible si la organización y el sujeto proletario no se reconocen mutuamente, si la organización no se nutre de todo el conocimiento y toda la voluntad política del explotado. La libertad de discusión es, por lo tanto, una de nuestras máximas, habilitando momentos en los que toda la militancia pueda expresar libremente sus planteamientos políticos de una forma significativa y tenida en cuenta orgánicamente.
Satisfacer esta necesidad, ya de entrada, no es fácil en absoluto y requiere un esfuerzo continuado. Las soluciones fáciles se agotan cuándo la organización supera el tamaño de un grupo de amigos. Cuando apenas se excede la decena se pueden mantener las ilusiones democratistas en base a trivialidades como que cada militante tenga su turno de palabra, pero, ¿cómo reconciliar las percepciones, intenciones y voluntades de cientos, miles, o decenas de miles de personas? ¿Cómo se elige a quien hace la síntesis; o, si no se realiza tal síntesis, cómo se actúa sobre lo debatido? ¿Cada cuánto tiempo hay que tratar cada tema? ¿Qué debates son prioritarios? Una organización con una democracia interna sana debe ser capaz de estipular unas respuestas a estas preguntas que el grueso de la organización reconozca como válidas. Y esto es clave: como insistimos antes, no hay un afuera: es la clase en lucha la que tiene la única potestad para decidir lo que le sirve y convence, también en materia organizativa. No hay una regla universal, uniforme a descubrir e implantar siempre en todo lugar: son las circunstancias concretas las que utilizaremos para determinar cuánto, cómo, y sobre qué establecer un proceso democrático (sea de desarrollo teórico, sea de redistribución de responsabilidades, sea de lo que sea). Esto depende de factores tanto externos como internos: si el escenario es de guerra o de relativa paz, del tamaño de la organización, su dispersión geográfica, la percepción de la propia organización sobre si ha cambiado el sentir general desde la última vez que se tomaron decisiones sobre un tema, etc.
¿Por qué hablamos de que la democracia interna se ejerce en ciertos momentos, y no constantemente? Por necesidad práctica. Las líneas estratégicas a gran escala que surgen de la democracia interna no servirían de nada si no se fijasen durante un periodo razonable de tiempo. No puedes establecer un plan de trabajo político consensuado entre toda la organización y pretender reiniciar el debate por completo al primer revés. Nunca se podría hacer nada. Evidentemente esto depende del rango de aplicación: planes estatales que condensan la voluntad política de ciertos de personas requieren mucho esfuerzo para su reevaluación democrática, mientras que la concreción local de los mismos entre los diferentes núcleos militantes podría ser algo que se debate cada semana.
Por cada pregunta que se deja sin responder sobre el cómo y cuándo se ejerce la democracia en el seno de la organización, el autoritarismo se abre camino. Existe una concepción errónea, tan extendida como dañina, de que la autoridad es algo que se elige ejercer. Esto es falso: la autoridad y las jerarquías son inevitables, y es su reconocimiento lo que las mantiene bajo control. No existen los grupos humanos carentes de estructura, jerarquía, o autoridad: existen aquellos que reconocen y encauzan estos fenómenos, y existen los que los dejan actuar descontroladamente. Los liderazgos informales son tiránicos, porque no son democráticamente elegidos; son autoritarios, porque no responden a un proceso de rendición de cuentas previamente acordado. El trepa que hace un lío en la asamblea porque tiene más labia puede hacerse el tonto y decir que “sólo estaba dando su opinión”; tu responsable político, democráticamente elegido y con unas responsabilidades y competencias definidas y acotadas por el colectivo, no.
Las respuestas democratistas que se nieguen a encauzar la democracia por creer que esto la coarta se verían empujadas a responder algo como que todo el mundo opina sobre lo que quiera cuando quiera, en igualdad de condiciones y sin límite. Lo cual es inoperante, completamente disfuncional, y evidentemente nunca ocurre. Al final del día, el debate tiene que terminar para dar paso a la acción.
El centralismo supeditado a las resoluciones democráticas
Una de las necesidades para la centralización está, de hecho, muy vinculada al momento democrático. Los acuerdos alcanzados democráticamente no tendrían relevancia alguna si no se vela por que estos se cumplan. El ejercicio efectivo de la democracia interna requiere de varias consideraciones:
- La subordinación de la minoría a la mayoría. Aquellos que no están de acuerdo con la dirección elegida democráticamente deberán acatarla igualmente. En caso contrario, no tendríamos democracia sino precisamente una ausencia de la misma: el momento de proceso democrático se convertiría en una suerte de foro de debate no vinculante que no avanza los esfuerzos prácticos concretos.
- La concreción unificada del plan de trabajo aprobado democráticamente. Que la organización haya decidido trabajar hacia ciertos objetivos no garantiza que la visión de todos los militantes esté perfectamente alineada, ni que tengan la misma forma de entender los detalles del proceso. En nuestra práctica diaria vemos a colectivos o personas que presuntamente comparten objetivos actuar de forma completamente diferente, lo cual diluye su fuerza, y hay que hallar alguna manera de evitarlo.
- Siempre habrá personas cuya palabra se escuche más alto, cuyos métodos persuasivos y/o coactivos tengan más fuerza, y cuya voluntad se termine imponiendo de una forma u otra. Si este aspecto no se cuida, la interpretación particular de estos individuos se irá sobreponiendo progresivamente a las líneas generales de trabajo -necesariamente abstractas, al abarcar un periodo de tiempo amplio- que se han decidido colectivamente.
En un intento de garantizar que los acuerdos resultantes de los procesos democráticos se cumplan, los comunistas elegimos como parte de estos procesos a los responsables de velar por la dirección del trabajo. Esos responsables son los militantes que mejor encarnan la voluntad colectiva para una tarea particular, y por ende los que la organización considera mejor preparados para garantizar que se cumpla. Puesto que su responsabilidad es explícita, reconocida y limitada a unas tareas concretas, los efectos negativos que expusimos al hablar de los liderazgos informales se minimizan: el responsable electo está obligado a rendir cuentas y es revocable por los militantes que le han encomendado la tarea. Es importante tener en cuenta que estos responsables no están para vigilar pormenorizadamente todo aquello que hacen los militantes. Tal burocratismo es completamente ajeno a la organización revolucionaria –por mucho que organizaciones como el PCE hayan hecho por darnos a entender lo contrario.
La estructura jerarquizada, si se quiere, cumple con un papel ejecutivo necesario para la actividad del día a día. No es operativo coordinar los esfuerzos de cientos o miles de personas sin una serie de órganos de dirección dedicados a ese mismo propósito, que centralicen la información y la utilicen para tomar las decisiones pertinentes y elaborar directrices sobre cómo actuar. Realmente este aspecto trasciende la organización revolucionaria y abarca ámbitos como podría ser el de la producción. Para unos apuntes sobre el ‘antiautoritarismo’ vacío recomendamos el texto de Engels “De la autoridad”, así como otros textos en el que hemos tratado la debilidad de carecer de una dirección centralizada fuerte como “Los límites del Asamblearismo”.
La seguridad de la organización también tiene mucho que aprovechar de cierto grado de centralización. Si la toma de decisiones (y por ende la información) se horizontaliza por completo, cualquier infiltrado policial o parapolicial tendría acceso de inmediato a muchísima información sensible. A medida que la lucha de clases se recrudezca en nuestro contexto, este aspecto tomará más y más relevancia. No es lo mismo una multa que una ejecución extrajudicial. Aunque nunca hay garantías contra las infiltraciones, no sirve el ‘de perdidos al río’ de aceptar que la organización sea un colador de maderos. Que cada militante tenga sólo la información necesaria para las tareas que ha asumido es un buen punto de partida, pero requiere un lugar central, relativamente más seguro y con militantes de más confianza según el criterio de sus propios compañeros, que disponga de información que no se le encomienda a cualquiera.
Aquellos que niegan estas necesidades –velar por los acuerdos democráticos, garantizar la operabilidad de la organización, compartimentalizar la información– están reconociendo que no les interesa nada la revolución, que están satisfechos jugando a la rebeldía desde la más absoluta impotencia, y que la democracia interna les importa sólo en la medida en que les permite hablar de su libro un rato.
Hacia la organización revolucionaria, aquí y ahora
Como con todo, hay diferentes grados de abstracción. El centralismo democrático, en tanto que se puede sintetizar en dos principios –máxima libertad de discusión, máxima unidad de acción–, acepta muchas concreciones distintas. No es un organigrama cerrado ni una serie de cargos a repartir heredados con una época habitualmente folklorizada. Incluso en el desarrollo histórico de una misma línea política, distintos cauces y estructuras organizativas pueden ser redefinidas dependiendo de las particularidades del momento político. No podría ser de otra forma, puesto que en cada momento debemos ser capaces de responder ante una serie de circunstancias que son variables.
Aún así, no queremos terminar este artículo sin dar unas mínimas indicaciones de lo que creemos que se necesita trabajar en nuestras circunstancias particulares, en el presente del Estado español, si bien algunas de ellas son bastante universales:
- Es necesario superar tanto el burocratismo como el fetiche de la horizontalidad. La delegación de responsabilidades serias y con carga política es imprescindible por los motivos expuestos, pero estas responsabilidades tienen que estar vivas, perdurar sólo en tanto que cumplen su cometido y mantienen la confianza real de la militancia. También es crucial que el debate libre y democrático se cristalice en propuestas políticas a las cuales se les da una oportunidad de desplegarse mediante una unidad de acción disciplinada.
- En este momento, la organización revolucionaria necesita componerse exclusivamente de comunistas. En caso contrario, no habría forma democrática de contener la inevitable deriva burguesa que causarían los sectores no comunistas en su seno. Por este motivo, mientras el comunismo no sea ampliamente aceptado por las masas, la vinculación con las masas no-comunistas deberá ser externa. Una organización obrera amplia y permeable, en el escenario de un país imperialista, tiene el horizonte en ocupar el lugar de un Podemos más o menos radical. Lo hemos visto en múltiples partidos y sindicatos de masas en el Estado como pueden ser el PSOE, CCOO, PCE, etc. La organización se nutrirá principalmente de obreros que pasarán a formar parte de la misma en tanto que acepten los principios del comunismo.
- Dificultar lo máximo posible las infiltraciones de agentes policiales o parapoliciales. Reducir la capacidad de daño que pueda causar una persona particular, sea un saboteador o no. Acciones concretas en esta dirección incluyen un proceso de criba en el acceso a la organización, compartimentalización de la información, responsabilidades acotadas y sujetas a rendición de cuentas, etc. Si a un militante se le encomienda información sensible para realizar cierta tarea, dejará de recibir esa información si no es capaz de hacer que la tarea se lleve a término. De esta forma, incluso los infiltrados estarían obligados a contribuir a la organización como el que más, y tendrían sólo la información justa en el proceso de hacerlo.
- La línea política en torno a la que se construye la organización tiene que estar verdaderamente en el centro. En el MCEe estamos muy acostumbrados a guardar en un cajón una línea política grandilocuente llena de alusiones a la gloriosa e inevitable revolución, mientras nuestra práctica es difícilmente distinguible de la del eurocomunismo masista. Nuestra línea política tiene que exponer claramente las necesidades del proletariado en su lucha en un momento histórico particular, y nuestra práctica tiene que corresponderse con el despliegue organizado de dicha línea, explicando objetivos intermedios que conectan el ahora con el objetivo último de la sociedad sin clases. Si en algún momento se rompe esa cadena, estaremos haciendo el imbécil y poco más.
Algunos de estos apuntes son más discutibles que otros. Lo importante es que el problema organizativo sea por fin tomado en serio, debatiendo las propuestas reales de forma colectiva y desechando en el proceso las que se muestren inferiores –en la lucha, y no en los prejuicios.
Construyamos una organización profesional
Es comprensible que algunas de las ideas que hemos expresado produzcan cierta incomodidad, especialmente entre las corrientes en las que la militancia es difícilmente distinguible de tener un grupo de amigos del rollo. En el proceso de organizarnos para arrasar con el capitalismo necesitaremos toda la fuerza que seamos capaces de ejercer; organizarse renunciando a fricciones y sólo allí donde haya concordancia ideológica espontánea es profundamente estéril.
Tomarse la lucha en serio implica estar dispuesto a trabajar con militantes con los que personalmente no queremos tener nada que ver, en los que confiaremos lo justo, que estarán en desacuerdo con nosotros a menudo, y que en ocasiones nos resultan indistinguibles de un saboteador. Y estamos obligados a hacerlo lo mejor posible a pesar de estas circunstancias, y no al margen de ellas.
Crezcamos sobre unos cimientos organizativos sólidos. No hay trampa ni cartón. Máxima libertad de discusión, máxima unidad de acción, y la concreción orgánica que reconozcamos como necesaria para garantizarlas en unas circunstancias determinadas.
Por R. Tejada (LíneaSur)