Desde hace unas semanas se viene hablando mucho sobre la crisis de abastecimiento que sufre Reino Unido: estantes vacíos en los supermercados, colas interminables en las gasolineras, carteles anunciando el fin de existencias… Imágenes que el aparato propagandístico de los países imperialistas ha querido siempre atribuir falsamente a países como Cuba o Venezuela son hoy, irónicamente, una realidad que la vieja metrópolis imperial está experimentando en sus propias carnes.
Los efectos de la crisis de suministros espoleada por la pandemia y el nuevo marco institucional del Brexit han dado pie a una situación que, de manera repentina y sin paliativos, expone con toda claridad la naturaleza parasitaria del imperialismo.
Por un lado, nos muestra cómo los grandes mercados de consumo occidentales dependen completamente de la producción industrial situada en los países periféricos. Desde los años 70 y 80, los países imperialistas han entrado en un proceso de traslado masivo de su producción industrial hacia la periferia del sistema, bien sea directamente (llevando sus propias plantas a países periféricos) bien sea indirectamente (a través del «outsourcing», es decir, la compra de mercancías ya manufacturadas a productores periféricos nominalmente independientes).
Esta dinámica ha establecido complejas cadenas internacionales de producción y distribución, con una enorme cantidad de intermediarios que se distribuyen entre los diferentes países y fases del proceso. La pandemia ha puesto de manifiesto las consecuencias de confiar el abastecimiento de los mercados occidentales a esta división del trabajo basada en la superexplotación del proletariado periférico. Cualquier disrupción en el flujo de estas cadenas de mercancías —como ha sido el caso con la pandemia y con la incertidumbre provocada por el nuevo marco comercial post-Brexit— puede conducir a graves desequilibrios económicos, desde el desabastecimiento hasta la inflación en el precio de algunos productos básicos.
Por otro lado, la escasez actual en Reino Unido está incluso más estrechamente ligada con otro aspecto fundamental del imperialismo: la estratificación internacional de la mano de obra. A fin de cuentas, ¿quién sirve los productos que encontramos en los estantes de cada supermercado? ¿Quién llena de combustible los surtidores de cada gasolinera? El capitalismo británico se ha dado de bruces con una realidad económica que la ideología dominante nunca ha estado dispuesta a reconocer: que el capital imperialista necesita una mano de obra extranjera, precaria y fuertemente explotada, no sólo al otro extremo del mundo (sea en China, Ecuador o Senegal), sino también dentro de sus propias fronteras. Y es que «el capitalismo no busca la forma más eficiente de realizar el trabajo, sino aquella que le permite obtener más beneficio incluso cuando esto supone emplear enormes cantidades de mano de obra miserable» [1].
El Brexit ha supuesto un aumento de las restricciones a la inmigración desde la Unión Europea, y algunos sectores clave de la economía se están resintiendo por las nuevas limitaciones impuestas al mercado de la mano de obra. Al margen de unas duras condiciones de trabajo que no han dejado de empeorar durante los últimos años (menos remuneración, jornadas más largas, falta de medidas de seguridad), Reino Unido ha visto cómo decenas de miles de transportistas regresaban a sus países de origen para no volver a cruzar el Canal de la Mancha. También la industria avícola británica, donde la mano de obra extranjera constituía un 60% del total, está sufriendo los efectos de las nuevas medidas contra la inmigración [2].
Al haber perdido esta masa de trabajadores poco cualificados —procedentes en buena medida de Europa del Este: Rumanía, Bulgaria, Polonia, República Checa… [3]—, estos sectores esenciales no encuentran salida a su escasez de mano de obra. El gobierno británico, encarnando sin tapujos las “bondades” de la globalización, ha ofrecido 5.500 visados de tres meses para cubrir las vacantes en el sector avícola antes de la navidad, y ha lanzado un programa de emergencia para permitir provisionalmente el acceso al país de unos 5.000 transportistas extranjeros [4].
Aunque pretendía recuperar todos los resortes de su “soberanía”, vemos que los efectos del Brexit han puesto de relieve una verdad incómoda: los países ricos no viven sólo de la explotación de pueblos enteros en Asia, África o América Latina, sino también de una mano de obra precaria a la que tan sólo le está permitido cruzar sus fronteras para engrasar la maquinaria del capital imperialista.
La realidad ha mostrado que el control nacional no está por encima de las cadenas mundiales de producción, y que, por lo tanto, resulta inconcebible la existencia de un centro imperialista que no se apoye sobre la explotación de una mano de obra migrante y la importación de mercancías baratas producidas en el Sur global. En último término —y contra lo que han pretendido los gobiernos conservadores que impulsaron el Brexit—, para el imperialismo no hay soberanía política al margen del control de la mano de obra: la soberanía es soberanía del capital, y nada más. “Salvo el imperialismo, todo es ilusión”.
Además, merece la pena destacar que el caso de Reino Unido no representa ninguna excepción en este aspecto. Todas las economías occidentales están experimentando problemas en sus cadenas de suministro, así como una contracción del empleo en sectores poco “atractivos” para la población nativa y donde el capital ha recurrido generalmente a una explotación descarnada de las obreras migrantes: agricultura, alimentación, transporte, etc. Sin ir más lejos, en el Estado español ya se alerta de la falta de miles de transportistas, pese a que la proporción de trabajadores extranjeros en este campo no ha dejado de aumentar desde hace años [5].
En definitiva, el Brexit recrudeció las políticas migratorias británicas, aplicando a la ciudadanía de la UE unos criterios tan restrictivos como los que ya aplicaba a la población procedente del tercer mundo. Ahora, ante la evidencia de que ni a nivel interno ni externo le resulta posible sostener su economía sin ese contingente de mano de obra extranjera, el gobierno británico —actuando en defensa de los intereses declarados de su burguesía [6]— intenta paliar los daños haciendo descaradamente lo único que sabe: reclamar la explotación de decenas de miles de trabajadores/as migrantes para cubrir el funcionamiento de los sectores esenciales de la economía capitalista.
Cuando efectivos del ejército tienen que ser desplegados para aliviar la crisis de suministros, cuando se especula con la posibilidad de emplear a la población reclusa como mano de obra forzada, o cuando se clama a los cuatro vientos por la entrada de migrantes en condiciones de enorme precariedad, la putrefacción del imperialismo queda al descubierto incluso dentro de sus propias fronteras. Y es precisamente este sistema parasitario, rapaz y decadente el que debemos derribar si no queremos que nos haga caer con él.