Cada 26 de enero se celebra en India el Día de la República, fecha que conmemora la entrada en vigor de su actual Constitución. Este año, la festividad se vio marcada por la protesta de los agricultores en Nueva Delhi, que terminó reprimida con cargas, gases lacrimógenos y cañones de agua. Mientras el ejército desfilaba, miles de granjeros y campesinos habían entrado en la ciudad formando largas columnas de tractores para denunciar las medidas antipopulares adoptadas hace unos meses por el gobierno. Los manifestantes llegaron incluso a tomar, en una acción muy simbólica, el Fuerte Rojo de Delhi, donde desde 1947 cada primer ministro indio iza la bandera nacional y ofrece un discurso en ocasión del aniversario de la independencia del país. ¿Cuáles son las razones económicas y políticas de fondo que hay detrás de este acontecimiento?
Lo cierto es que la situación general en el seno de la sociedad india es muy inestable; a fin de cuentas, las profundas contradicciones del capitalismo dependiente vienen generando desde hace décadas una enorme conflictividad interna. En este sentido, los episodios del pasado Día de la República no son simplemente el producto de una indignación espontánea, sino que se enmarcan dentro de una larga historia de lucha entre las clases oprimidas y el aparato estatal al servicio de la gran burguesía y el imperialismo extranjero. De hecho, el actual gobierno del Partido Popular Indio (BJP) —encabezado por el reaccionario Narendra Modi— lleva desde 2014 aplicando a sangre y fuego una serie de políticas neoliberales que no han cesado de agudizar la ya de por sí precaria situación del pueblo indio: privatización y liberalización de la economía en favor del imperialismo occidental, represión sindical masiva, recorte de todas las políticas sociales, restricción de libertades y derechos civiles, etc.
Esta última ola de protestas campesinas contra la administración de Modi se desencadena, sobre todo, a causa de las tres leyes agrícolas aprobadas por el Parlamento en septiembre de 2020. Dichas leyes, en línea con la orientación entreguista del gobierno, plantean un proceso de liberalización de la agricultura india con el supuesto fin de “modernizarla”. Por supuesto, lo que se pretende en realidad mediante esta legislación es abrir el mercado agrícola a la inversión privada y satisfacer así los intereses de las grandes empresas (tanto domésticas como extranjeras), siempre a costa de rapiñar aún más los frutos de un trabajo campesino ya fuertemente explotado. Los productores exigen, frente a este ataque directo a sus condiciones de vida, no sólo la derogación de las nuevas leyes —porque dejan el campo a merced de las multinacionales y las grandes corporaciones indias—, sino también una legislación que reconozca y aplique los precios mínimos de venta que el gobierno fija anualmente para 23 productos agrícolas básicos (arroz, trigo, algodón, etc.) pero que nunca se respetan en la práctica.
Debemos reconocer que entre los damnificados por este cambio se cuentan, entre otros, los pequeños y medianos productores rurales indios, que hasta ahora gozaban al menos de cierta (aunque no demasiada) protección institucional frente a la competencia de los grandes retailers del mercado agrícola; las propias capas más pudientes del campesinado han jugado también un papel relevante en la dirección política de las protestas. Sin embargo, y como ocurre siempre, resulta indudable que los llamados «Farm Bills» causarán finalmente sus mayores estragos entre la clase obrera y el campesinado pobre: procesos de concentración de la tierra, especulación y acaparamiento de bienes básicos, escasez de alimentos, subida de precios, etc. En definitiva, la desregulación neoliberal del sector agrícola —que ocupa actualmente a más del 40% de la población activa del país— no traerá otra cosa que hambre y miseria para las grandes masas populares. Es por ello que las movilizaciones están teniendo un seguimiento masivo también entre el proletariado rural, y que prácticamente todas las organizaciones de la izquierda india (desde el centro-izquierda más moderado hasta los distintos destacamentos comunistas) han mostrado abiertamente su apoyo a las reivindicaciones campesinas.
En cualquier caso, y pese a su importancia mediática, el conflicto del Día de la República constituye tan sólo una parte del cuadro global de la lucha de clases en India. Decenas de miles de granjeros, en su mayoría procedentes del estado de Punyab (el “granero” de India) llevan ya varios meses acampados en torno a la capital del país y desarrollando diversas acciones de protesta. A lo largo de todo el año 2020 se dieron también grandes luchas sindicales en varias ramas de la economía india (construcción, transporte, minería, electrónica, etc.) y protestas contra la nueva ley de inmigración y ciudadanía, que discrimina a la población musulmana y otras minorías sin papeles (entre ellos refugiados como los tamiles de Sri Lanka o los rohinyás de Myanmar). El momento culminante de este clima de movilización popular fue quizá el pasado 26 de noviembre, cuando tuvo lugar una enorme huelga general que trató de hacer confluir las luchas del movimiento obrero y del movimiento campesino contra el programa neoliberal del gobierno. Decenas de sindicatos, partidos y hasta 250 millones de trabajadoras y trabajadores llegaron a secundar este paro, que mostró muy claramente el enorme grado de oposición que existe contra el programa antipopular del BJP.
Toda esta agitación política se encuadra, además, en plena pandemia por el coronavirus, que hasta ahora deja a India como el segundo país más afectado del mundo en número de casos y el tercero en cuanto al número de fallecidos. La respuesta contra la crisis sanitaria por parte del gobierno — tras un confinamiento abrupto que obligó a millones de migrantes, que se encontraron de pronto sin ningún sustento vital, a largos viajes para regresar a su tierra— ha sido, por supuesto, una abdicación de todas sus responsabilidades, dejando a las clases populares en una completa desprotección mientras el paro y la inflación convierten al país en uno de los más afectados por el hambre dentro del continente asiático.
Por el momento, el gobierno de Modi no ha dado respuesta a prácticamente ninguna de las demandas y reivindicaciones que desde el movimiento obrero y el movimiento campesino se vienen planteando durante los últimos años. Precisamente al contrario: las protestas han sido una y otra vez contestadas con represión, censura, provocaciones e intoxicación mediática. De hecho, el BJP ha pretendido hacer pasar las últimas movilizaciones campesinas por un conflicto étnicoreligioso —el gobierno promueve el hindutva, una versión ultraderechista del nacionalismo hindú, mientras que muchos de los agricultores proceden del estado de Punyab, donde no es el hinduismo, sino el sijismo la religión mayoritaria—, e incluso como una “conspiración” instigada por los maoístas para sembrar el caos en el país. Está claro, en este sentido, que no se pueden esperar grandes componendas por parte del BJP, salvo que las propias luchas de masas logren arrancarlas a través de su acción organizada.
En definitiva, el panorama de la lucha de clases en India se presenta cargado de contradicciones. Aunque el descontento popular, la crispación política y los devastadores efectos de la pandemia están poniendo en aprietos este segundo mandato de Modi, no podemos ignorar tampoco que su radicalismo hinduísta, su retórica de conciliación nacional, y, desde luego, el soporte fundamental de la élite burguesa india y sus aliados imperialistas —empezando por Estados Unidos, con quien ha fortalecido su alianza económico-militar contra China— le han granjeado un apoyo importante al gobierno del BJP. Sólo el grado de organización y conciencia de las masas obreras y campesinas decidirá el camino por el cual deben seguir los acontecimientos, y la fuerza del golpe que este capitalismo podrido y decadente debe recibir en una de sus mayores bases económicas.
Adrían Rojas.