Hace seis días, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, publicó una carta en sus RRSS donde anunciaba que, debido a las «falsedades» vertidas sobre él y su familia por parte de la derecha mediática y judicial, necesitaba unos días para «reflexionar». Ayer, tal y como cabía esperar, anunció que continuaría al frente del Gobierno. Para quien haya podido seguir este breve recorrido, sin lugar a dudas, los puntos culmen fueron el anuncio inicial y el final; el pistoletazo de salida y los aplausos en la meta. Sin embargo, para nosotros, para quienes tan solo vemos en el mundo de hoy los cimientos donde asentar lo que ha de venir, el camino ha sido lo más importante.
La profesionalización que rebosa en los agentes políticos de la burguesía es precisamente el talón de Aquiles de nuestro movimiento. Estos días hemos podido observar como uno de los pilares del Estado español —probablemente el más importante—, el PSOE, ha reestructurado la agenda política de toda la izquierda parlamentaria y más allá. Desde Sumar hasta el PCE han desfilado, cual paso de Semana Santa, sujetando sobre sus hombros el «Estado de derecho». Lo han hecho, además, con la devoción de quien tarde o temprano espera heredar la empresa. Por si fuera poco, bajo amenaza del Armagedón, han intentado arrastrar por su enajenado sendero a todo aquel que andara un poco despistado. La realidad, finalmente, ha sido distinta de la que nos contaban. No ha habido Juicio Final —quizás para sus pregoneros—, pero sí una alienación completa con el Régimen.
El 7 de octubre, cuando la Resistencia palestina lanzó su ofensiva sobre Israel, la socialdemocracia más radical de nuestro país se mostró dubitativa con sus apoyos —tal y como continúa a día de hoy—. Dista esta reacción de la que hemos vivido cuando se ha tratado de apuntalar su Estado imperialista. Pero, y mientras tanto, ¿qué hemos hecho los comunistas? O mejor, ¿qué hemos podido hacer? La respuesta es sencilla: nada.
Hablamos de independencia política, y por extensión, organizativa, precisamente por estos momentos. Cuando los pueblos del mundo resisten el envite del imperialismo, el capitalismo se tambalea y muestra sus costuras. Cuando la inestabilidad económica se traduce en inestabilidad política, el proletariado se balancea entre lo espontáneo y lo consciente; entre la turbidez del marco burgués y la claridad de un horizonte emancipador. Y, precisamente, cuando la burguesía de nuestro Estado se enzarza y agudiza sus contradicciones, somos nosotros quienes hemos de asumir la transformación del desconcierto en rabia, de la rabia en consciencia de clase y de la consciencia en organización revolucionaria. El proletariado no puede continuar subordinando su actividad al movimiento que deviene sobre sus cabezas y que lo empuja al sepulcro. Debe ser capaz de mirarlo de frente, comprenderlo y utilizarlo para con su cometido histórico: la construcción del socialismo y del comunismo. Toda inestabilidad fruto de la criticidad de nuestro momento histórico abre la puerta a la acción revolucionaria, pero sin un sujeto capaz asumir su transformación, esta acaba convirtiéndose en una simple fase purgativa. Desarrollar la consciencia de clase del proletariado, cuyo reflejo más avanzado no es otro que el Partido Comunista, es la tarea principal que hoy nos atañe.
En el siguiente paso, la socialdemocracia nos volverá a intentar vender que la solución (¡ahora sí!) pasará por reformar la judicatura del Estado. Ocultarán, una vez más, su carácter de clase para reconducir su legitimación. Pero ni el poder político, ni el poder judicial son independientes, pertenecen a la misma clase parasitaria a la que representa el Gobierno y la oposición. Nosotros no queremos perfeccionar su mundo miseria. No queremos contribuir a mantener el centro del imperialismo bajo una paz social que favorezca la explotación y dependencia del proletariado internacional. Queremos ver arder hasta el último de sus cimientos.
En tiempos convulsos, la tempestad impulsa a la reacción y tan solo nuestra organización independiente podrá despejar un mundo nuevo. Dejemos de ser meros espectadores.
-Bruno Daimiel