Mientras las fanfarrias del último circo electoral atraen todas las miradas sobre Madrid, la sangre de miles de personas se derrama en las calles de Colombia. Mientras los cantos de sirena del reformismo tratan de embaucar por enésima vez a nuestra clase, el valiente pueblo colombiano paga, incluso con su propia vida, el precio de luchar por la libertad que el imperialismo y sus ejecutores armados le niegan desde hace décadas. Mientras la izquierda parlamentaria trata de dirigir nuestra atención y energías al mezquino juego de la politiquería burguesa, agitando el espantajo de la ultraderecha para rascar un puñado de votos, los y las obreras colombianas nos recuerdan la gran lección que los oportunistas de todo pelaje quisieran hacernos olvidar: “la lucha es el único camino”.
Aunque los medios de manipulación de masas estén demasiado enfrascados en sus menesteres electorales y no puedan (no quieran) informar de ello, debemos recalcar que lo que hoy sucede en Colombia no es fruto de un día. El narcogobierno de Iván Duque viene siguiendo desde 2018 la senda marcada por su mentor, el criminal ex-presidente Álvaro Uribe, un asesino cuya hoja de presentación incluye cientos de investigaciones criminales por homicidio, corrupción o narcotráfico. ¿La receta del uribismo? Políticas neoliberales y violencia antipopular, el tándem preferido por los lacayos del imperialismo yanqui en América Latina.
Los resultados de esta política son catastróficos. Hace ya cinco años que se firmó el acuerdo de “paz” entre el gobierno y las FARC-EP, cuyos sectores mayoritarios abandonaban así una larga confrontación armada contra el régimen colombiano. Las consecuencias de esta “paz”, como no tienen lugar en Venezuela, tampoco abren telediarios: desde el 1 de diciembre de 2016 hasta hoy han sido asesinados por el Estado y sus grupos paramilitares más de 900 líderes sociales y cerca de 300 excombatientes de las FARC. Mientras tanto, Colombia continúa siendo el mayor productor mundial de cocaína, y los carteles y las organizaciones paraestatales de extrema derecha siembran el terror allí donde pisan. Las masas trabajadoras siguen sufriendo en sus carnes los dictados económicos de EEUU y del FMI; siguen condenadas al paro, a la desigualdad y a una pobreza institucionalizada por el servilismo de su gobierno, ligado siempre por mil hilos a los intereses del imperialismo occidental —y para ello basta recordar todos los intentos de injerencia y las escaramuzas fronterizas contra Venezuela.
Pero bajo toda esta violencia hay un pueblo colombiano digno, un pueblo colombiano que no se somete, un pueblo colombiano que lucha contra la explotación impuesta por el imperialismo y sus élites locales. El vaso de su paciencia, que ya rebosaba, se ha visto desbordado por el proyecto de Reforma Tributaria propuesto por Duque y (¡cómo no!) aplaudido alegremente por los mandatarios del FMI. En medio de un clima de violencia estatal y corrupción, de crisis económica y negligente gestión de la pandemia, la Reforma Tributaria pretendía además aumentar los impuestos sobre productos de primera necesidad y servicios públicos esenciales como el agua, la luz y el gas… ¡con el único fin de afrontar el pago de la deuda externa!
La respuesta ha sido contundente. El 28 de abril comenzó un paro nacional que ha continuado hasta hoy con cada vez más seguimiento, con decenas y decenas de miles de manifestantes tomando cada día las calles de Colombia en protesta contra el gobierno. La represión del Estado, por su parte, está siendo absolutamente brutal. Las propias cifras oficiales apuntan al menos 19 muertes y más de 800 heridos por la policía y el ejército, que están empleando fuego real para aplacar las protestas mediante el uso indiscriminado de la violencia. Sin embargo, y pese a la represión desatada, ciudades como Cali, Medellín o Bogotá están viendo al pueblo colombiano batirse a cara de perro contra el criminal narcogobierno de Duque.
De momento, las protestas han logrado forzar ya la retirada de la Reforma Tributaria, así como la dimisión del ministro de hacienda encargado de elaborarla. Es evidente que estas medidas no tienen otro fin que desmovilizar, y que dentro de un tiempo Duque y su camarilla de verdugos intentarán saciar la sed del capital con nuevas reformas neoliberales. Pero la experiencia de estos últimos días marca el camino que valientemente nos muestra la clase obrera colombiana: sólo el pueblo salva al pueblo. Sólo tomando las calles, enfrentándose al Estado, al poder de la burguesía (¡y no mendigando por participar en él!) es posible romper las cadenas del capitalismo, y, en el caso de Colombia, particularmente de ese imperialismo que la ha condenado a actuar como mero apéndice de sus intereses.
Sabemos bien que América Latina nunca ha tolerado el yugo del poder extranjero. Así lo atestigua una larga historia de luchas revolucionarias, el incansable tira y afloja entre los pueblos latinoamericanos y quienes buscan secuestrar eternamente su soberanía. Así lo atestigua también la resistencia de Cuba, Venezuela o Nicaragua, y el gran ciclo de luchas populares abierto en países como Ecuador y Chile durante los meses previos a la pandemia del Covid-19.
El imperialismo es la fase terminal de un capitalismo parasitario y decadente que se nutre literalmente de la sangre vertida por el proletariado y el campesinado del Sur global. Pero su violencia engendra —y no puede dejar de hacerlo— una respuesta equivalente por parte de los pueblos que desean conquistar su propio destino. Y esta respuesta no cabe —por más que se empeñen en hacernos creer los defensores “progresistas” de este statu quo internacional, de este orden que exprime y aplasta sin miramientos a los y las trabajadoras de la periferia—, entre las estrechas paredes de una urna. En cambio, las masas populares de Colombia nos ofrecen hoy una lección de dignidad y lucha al dejarse la piel combatiendo a pie de calle la insoportable opresión del uribismo, del imperialismo, de esas mafias financieras que ahogan al pueblo colombiano y a otros tantos miles de millones de personas en todo el mundo.
Los y las comunistas del Estado español, como militantes revolucionarias en un Estado imperialista, debemos hacer todo lo posible por extender la solidaridad y el apoyo a las luchas populares del Sur global, y por golpear también aquí, desde su “retaguardia”, a las propias fuerzas del imperialismo. Necesitamos combatir las ilusiones reformistas en el seno de la clase obrera y seguir el ejemplo de quienes, como ahora el pueblo colombiano, conquistan sus derechos y libertades mediante una lucha decidida contra la oligarquía y su Estado. En Colombia, la “calma” provocada por la pandemia parece haberse revelado por fin como lo que siempre ha sido: un espejismo. Hagamos cuanto esté en nuestra mano por romper también nuestro propio espejismo.
¡Viva la lucha del pueblo colombiano!
¡Muerte al imperialismo!