Incluso en el escenario de una crisis mundial sin precedentes, en un marco de absoluta emergencia sanitaria, de enormes tensiones políticas en el seno de la UE y la OTAN, con el grueso de la actividad económica paralizada en los grandes centros capitalistas, y ante la perspectiva de una recesión brutal que ya se venía anticipando desde hace tiempo —incluso bajo estas circunstancias, la maquinaria del imperialismo no se detiene.
La última bravata del gobierno estadounidense, bajo la bandera de una supuesta “operación antidrogas” en América Latina, ha consistido en movilizar buques y aeronaves de las Fuerzas Armadas para apostarlos frente a las aguas de Venezuela. Sólo unos días antes, veíamos ya cómo Washington se atrevía incluso a poner precio a la cabeza de Nicolás Maduro, acusándolo de “narcotráfico” y ofreciendo 15 millones de dólares por información que pudiera conducir a su captura. Todo esto en un marco de brutales sanciones económicas, de apelaciones golpistas llamando a formar un “gobierno de transición”, y de presiones institucionales para intentar quebrar la resistencia del pueblo venezolano contra el injerencismo yanqui.
Podría pensarse que, con un preocupante número de casos de coronavirus, los EEUU aflojarían la soga que anudan al cuello de los pueblos que no se someten a sus dictados. Pero, hasta ahora, el colapso sanitario y los devastadores efectos del COVID-19 no han hecho más que poner al descubierto las vergüenzas de un sistema socio-económico organizado por y para el lucro de una pequeña minoría; de un sistema capaz de sacrificarlo todo —incluso, en un sentido absolutamente literal, la vida misma— en aras de exprimir hasta la última gota de beneficio posible. Por eso, en estos momentos críticos, Washington no sólo no levanta, sino que incluso intensifica sus criminales sanciones contra Venezuela e Irán (uno de los países más afectados por el virus), mientras que se convierte en el gran foco mundial de la pandemia y no toma siquiera las medidas necesarias para proteger a su propia población.
Las acciones de la oligarquía yanqui son, por lo tanto, un ejemplo transparente de lo que significa el capitalismo en su etapa imperialista; en esta fase parasitaria, corrupta y decadente de un sistema construido sobre la explotación y la violencia: los beneficios ante todo, por encima de cualquier otra consideración.
En su propio suelo, hemos comprobado cómo el imperialismo militariza las calles y desata el abuso de las fuerzas represivas, se resiste a interrumpir las actividades económicas no esenciales, a suspender el pago de alquileres, a garantizar la salud y la subsistencia de la clase obrera. De puertas afuera, asfixia económicamente a otros países, despliega tropas ignorando toda legislación internacional, y continuará intentando sacar tajada por cualquier medio posible del impacto que la crisis del COVID-19 tenga en los países más debilitados (debilitados precisamente por el expolio imperialista al que las grandes potencias occidentales los llevan sometiendo durante décadas).
Estas nuevas maniobras contra Venezuela —que no son ni serán las únicas— responden no sólo a la necesidad de distraer la atención de las miserias del propio capitalismo estadounidense y de estrechar el cerco contra la República Bolivariana, sino, más en general, al lento pero inevitable declive de la hegemonía yanqui. Por eso, ante la presión creciente de ciertos actores internacionales cuyo avance pone en cuestión este orden de cosas (especialmente China, que saldrá fortalecida y muy referenciada por su gestión de la epidemia), el aparato imperialista de los EEUU busca desesperadamente vías para afianzar su cada vez más complicada posición económica y política. Lo vimos hace tan sólo unos meses en Bolivia, con la ejecución de un golpe de Estado “a la vieja usanza”; y lo seguimos viendo ahora, con el enésimo intento de aplastar el proceso bolivariano (con el inestimable apoyo de la reacción regional, sobre todo por parte de Bolsonaro y —¡qué “ironía”!— el narco-gobierno colombiano).
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, el sueño europeísta también pasa por las que quizá sean las horas más bajas de su historia, con una UE totalmente desprestigiada y repudiada por sus pueblos, y donde se practica sin tapujos (una vez más) la sincera política del “sálvese quien pueda”. Las potencias centrales vacilan entre el interés económico inmediato y los daños a largo plazo que podría ocasionarles una ruptura con las potencias de segundo orden. Al mismo tiempo, en lugar de mirar a Europa, desde Lombardía se solicitaba para luchar contra el virus la ayuda de China, Cuba y Venezuela. La historia se cuenta sola.
Ahora mismo no resulta sencillo aventurar cómo y en qué medida estamos asistiendo a una reconfiguración profunda del statu quo del capitalismo global (es decir, del imperialismo). No es sencillo determinar el futuro de instituciones supranacionales como la Unión Europea y la OTAN. Y es más difícil todavía anticipar concretamente los resultados de este proceso: las alianzas que se romperán, las que surgirán, quién se situará a su cabeza. Debemos organizarnos y prepararnos para cualquier escenario.
Pero sí hay, al menos, una cosa clara: que el imperialismo morirá matando. Que el modo de producción capitalista se resistirá y sólo desaparecerá como, en palabras de Marx, vino al mundo: chorreando lodo y sangre. Así lo demuestran tanto su gestión de la crisis como la violencia que despliega tanto dentro como fuera de sus propias fronteras. Y mientras no exista una alternativa revolucionaria, socialista, el futuro de todos estos interrogantes no lo decidiremos nosotras, sino el capital. Y el peso de la crisis y el reajuste caerá, de nuevo, sobre las espaldas de la clase obrera, de todas las oprimidas del mundo. Es por ello que debemos, entonces, tomar en nuestras manos la tarea de construir una salida revolucionaria a este sistema, enarbolando siempre —como las brigadas médicas cubanas, cuyo enorme ejemplo de solidaridad ha vuelto a recorrer el planeta entero— los firmes principios del internacionalismo proletario.