Por Manuel Navarrete.
«Se nos impone ser críticos sin ser insensatos, generar una memoria histórica de los oprimidos y reivindicar las experiencias sociales más avanzadas de la historia humana. Reivindicar con orgullo los logros sociales del campo socialista es un ejercicio básico de memoria».
El progre vulgaris razona más o menos de la siguiente manera: todo lo que dicen los medios de comunicación sobre nuestras manifestaciones, sobre Palestina, sobre la reforma laboral, sobre la huelga general y sobre la banca es mentira, está lleno de manipulaciones y tendenciosamente falseado. Pero cuando estos medios de comunicación hablan sobre países socialistas, entonces dejan de ser empresas privadas con intereses capitalistas y pasan a ser los portadores de la verdad absoluta. Todo lo que digan, hasta lo más disparatado y surrealista, es real y no hay nada más que hablar.
El progre vulgaris sólo tiene memoria histórica para la derrota; jamás para la victoria. Cuando se trata de recordar aquellos países en los que se produjeron heroicas y masivas revoluciones sociales, se derrocó al poder de la burguesía y se inició, con todas las dificultades del mundo y más, la construcción socialista, entonces, misteriosamente, deja de haber una memoria alternativa que reivindicar, y basta con servirse de lo que nos ofrecen los medios convencionales, cuya versión, acríticamente aceptada como la verdad, nadie pone en duda.
Es prácticamente imposible no pensar que estamos tirando piedras contra nuestro propio tejado, cuando vemos a la gente de izquierdas más preocupada por satanizar algo tan poco peligroso en la actualidad como “la burocracia soviética” que por denunciar la dictadura bancaria y burguesa que deteriora nuestras condiciones de vida actuales a pasos agigantados.
Si el problema fundamental de la humanidad es el de proporcionar a los oprimidos pan, trabajo, vivienda, educación y salud, entonces podemos afirmar literalmente que el socialismo realmente existente (¿cuál si no, el inexistente?) solucionó las problemáticas más acuciantes de nuestra especie, haciendo del planeta un lugar más justo, digno y esperanzador.
Soslayar los logros sociales de los países socialistas, o minimizarlos como si fueran “algo secundario”, es una falta de respeto para todos aquellos que dieron su vida para acabar con la explotación de la burguesía, para todos aquellos que hoy día mueren y matarían por acceder a los estándares de vida logrados en el campo socialista e incluso para nosotros mismos.
Los complejos inducidos son funcionales para el sistema, porque nos hacen renegar de todo aquello que realmente hace daño al sistema (véanse las terribles manipulaciones que han equiparado, en la conciencia de muchos compañeros, guerrilla con “terrorismo”, cuando este último, en realidad, sólo puede ser ejercido desde el Estado). Sí, debemos insistir: la URSS, la China Popular y Cuba le hacen más daño al sistema capitalista que miles de foros sociales, manifestaciones pacíficas (léase folklóricas) o “cuartas internacionales” obreras.
Reivindicar con orgullo los logros sociales de aquellos países que integraron el campo socialista es un ejercicio básico de memoria histórica que debería ser obligatorio para todos aquellos que luchamos contra el sistema, si queremos que todos aquellos que sufren sus efectos cobren conciencia de que existen alternativas reales.
No podemos ocultarle a quienes padecen los efectos de la especulación inmobiliaria que en la URSS de 1990 se pagaba el mismo alquiler por una vivienda que en 1928; el mismo pago por electricidad, calefacción y teléfono que en 1948; el mismo billete de metro que en 1932; lo mismo en productos alimenticios que en 1950.
No podemos ocultarle a un país como el nuestro, cuya esperanza de vida, dados los efectos catastróficos de la crisis capitalista, comienza a disminuir aceleradamente, que en la URSS la esperanza de vida era de 34 años en 1923 y sólo en las tres primeras décadas de revolución socialista se consiguió elevarla hasta los 70.
No podemos ocultar en un país que, como éste, niega los derechos nacionales más elementales que la URSS dio forma escrita a 48 lenguas que bajo el zarismo no la tenían; que en 1990 se editaban obras en 77 idiomas soviéticos.
El purismo ideológico y dogmático no puede llevarnos a negar la más elemental justicia analítica y el más básico rigor conceptual. Por ello, es imperativo reconocer los logros de la revolución socialista en una China Popular que, desde 1949 hasta 1976 (fecha de la muerte de Mao), duplicó su esperanza de vida: de 32 a 65 años. ¿A qué nos lleva ocultar que en 1970 Shangai tenía una tasa de mortalidad infantil menor que Nueva York? ¿Por qué deberíamos ocultar que la China de Mao formó a 1’3 millones de campesinos como médicos rurales para atender las necesidades sanitarias en el campo?
¿Y Cuba? ¿Qué adelantamos haciendo que nuestro pueblo trabajador ignore que Cuba erradicó el analfabetismo en 1961, en sólo 2 años de revolución? ¿O que ha erradicado la desnutrición infantil y exhibe la esperanza de vida más alta del llamado Tercer Mundo (78 años) y la tasa de mortalidad infantil más baja de América Latina (4’7 por cada mil nacidos vivos), incluso por debajo de la de EE UU?
¿Por qué no hablar a los trabajadores, con orgullo socialista, de programas cubanos como el “Yo sí puedo”, que ha liberado de analfabetismo varios países latinoamericanos (Venezuela, Nicaragua, Bolivia), o la “Operación Milagro”, que ha curado la vista de forma gratuita a más de 1’5 millones de personas de más de 20 nacionalidades empobrecidas? ¿Es mejor exportar invasiones militares y multinacionales saqueadoras, como hacen los EE UU?
¿Por qué no defender con orgullo la superioridad material y moral del socialismo, cuando en los países del Este, tras la restauración del capitalismo, el producto interior bruto y los bienes y servicios medios han disminuido en un 10%, en sólo una década, lo que supone una pérdida efectiva de un 40% de poder adquisitivo?
Si en la Rusia del año 2000 el PIB había caído un 33% en sólo una década de capitalismo; si en 1917 el PIB por habitante en la posterior zona URSS alcanzaba un 10% del de EE UU, y sin embargo en 1989 lo había superado en un 43% (a pesar de la devastación que supuso la invasión nazi-fascista); si hoy día, por culpa del capitalismo, la URSS ha retrocedido un siglo y su PIB por habitante vuelve a ser inferior al de EE UU… entonces, ¿por qué condenar a la Unión Soviética sigue siendo preceptivo y obligatorio para entrar en el club de los “bien pensantes” y obtener el derecho a ser escuchado en determinados círculos?
Si, en la URSS, gracias al socialismo el número de estudiantes a tiempo completo se multiplicó por seis; las camas de hospital casi por diez; los niños atendidos en guarderías, por 1.385; si el número de médicos por cada cien mil habitantes era de 205, comparado con los 170 en Italia y Austria, los 150 en EEUU, los 144 en la Alemania capitalista, los 110 en Gran Bretaña, Francia y Holanda y los 101 en Suecia (tan admirada por socialdemócratas y amigos del “capitalismo con rostro humano”); si la esperanza de vida se duplicó y la mortalidad infantil se redujo a una novena parte; si, en 1972, el número de médicos había aumentado desde 135.000 a 484.000 y el número de camas de hospital de 791.000 a 2.224.000, entonces, ¿cómo considerar que la sociedad burguesa es más humana que la sociedad socialista?
¿Por qué hacer énfasis únicamente en las imperfecciones y supuestos defectos de esta última, simplificando además la cuestión sin tener en cuenta ningún factor contextual o político?
Hay realidades innegables, cuya negación u ocultación constituyen un crimen. Bajo el socialismo, los equipos sociales eran sobresalientemente altos. Había una altísima seguridad social de base. El empleo a tiempo completo estaba garantizado para toda la vida. Muchos bienes de consumo y servicios básicos eran subsidiados. A nadie le faltaba alimentación, vestido o vivienda. El acceso a la sanidad y la educación eran gratuitos. La pensión estaba asegurada.
Eso por no hablar de las manipulaciones históricas. Lejos de ser una “contrarrevolución burocrática”, como algunos gustan de afirmar, los años 30 supusieron en la URSS una época de promoción técnica y política sin precedentes para millones de obreros y campesinos humildes, que tomaron en las manos su propio destino.
¿Significa esto que los países del campo socialista fueran perfectos o no deban criticarse? No. Lo que significa es que la crítica efectuada, por ejemplo, por el trotskismo es una crítica superficial y frívola, que tiene el terreno abonado en la demonización mediática del socialismo y que únicamente sirve para “echar balones fuera”, partiendo de una visión idealizada y antidialéctica de la realidad, como si el socialismo no sufriera contradicciones o problemas, sino que todo fuera únicamente “culpa de otros” (o, para concretar, de Stalin). Como si supusiéramos por ejemplo que, bajo Trotsky todo habría sido armonía y la colectivización y la lucha contra los terratenientes (o incluso la derrota del imperialismo nazi) habría podido llevarse a cabo sin ejercer ninguna violencia.
Por supuesto, esto no casa con el hecho de que Trotsky reprimiera con ferocidad la rebelión de Kronstadt en 1921, o propusiera militarizar los sindicatos y subordinarlos al Estado en el IX Congreso (1920) y reafirmar la dictadura del partido por encima de los soviets en el X Congreso (1921). Nada de eso importa, porque, más allá de la historia real, los bien pensantes necesitan una mitología simplificadora que le permita conectar con los prejuicios inducidos que padece la gente llana, reforzándolos y generando derrotismo. Un oportunismo que, por otra parte, tampoco les ha llevado a ninguna parte, como prueba el hecho de que no hayan encabezado ningún proceso revolucionario en toda la historia.
No seamos unilaterales. Es posible ser críticos desde el apoyo, sin incurrir en el personalismo y la superficialidad. Hay que hablar de los insuficientes canales de participación popular habilitados. De los insuficientes esfuerzos hechos para superar la contradicción entre el campo y la ciudad, así como para superar la contradicción entre trabajo manual e intelectual. Aún más grave: de las medidas de mercado implementadas en los años 50, que, como denunció el Che Guevara, generaron una crisis de conciencia e impidieron la construcción del hombre nuevo. De que todo esto llevó a que, en 1991, la URSS fuera destruida sin que las clases obrera y campesina dispararan un solo tiro para defenderla, lo que nos indica que la gente había dejado de creerse protagonista de la construcción socialista.
Se nos impone ser críticos sin ser insensatos, generar una memoria histórica de los oprimidos y reivindicar las experiencias sociales más avanzadas de la historia humana, recordando aquella cita de Lenin que venía a decirnos que un solo paso “realmente existente” de la clase obrera vale más que mil programas perfectos y refinados.